martes, 10 de abril de 2018

JS

La última vez que hablamos fue como hace 4 años. Yo estaba haciendo trámites (desde que dejé la capital, allá por el 2006 sólo volvía para hacer trámites o algún trasbordo).
En esa época, él aún guardaba la enorme sonrisa que te hacía pensar que tenía un corazón gigante. Años después descubriría que era precisamente el corazón la fuente del problema. Entonces se trataba de una extremidad entumecida que dificultaba su trabajo escribiendo textos académicos. Recuerdo que estaba con la "ojos azules". Fuimos a visitarlo. Nos tomamos un vinito y me regaló su último libro con una bonita dedicatoria para nosotros dos.
Nunca dejamos de tener un contacto más o menos constante: "-¡Hola! ¿Qué hay de nuevo? - esto y lo otro - abrazos - Chao". Ya sabes, el tipo de contacto que se mantiene en la red. Además el cambio horario no ayuda.
En fin. Supe que las cosas no mejoraban y que el malestar de la mano se iba extendiendo como una invasión silenciosa, aterradora, segura de conquistarlo todo. Lo más aterrador, sin duda, era el misterio. Nadie sabía ponerle un nombre a esta condición. Nadie estaba de acuerdo. Se que había visto a todos los especialistas de todas las materias posibles, de cada extremidad posible, y que había pasado por todos los exámenes imaginables.
Uno podría sentirse un conejillo de indias con tanta aguja atravesandole el cuerpo, con tanto líquido y pastillas y con tantos nombres extraños. Nombres... Eso debe haber sido lo peor: buscar durante años un nombre a algo que avanza invisiblemebte e invenciblemente...
Supongo que llega un punto en el que te ves tan cerca de la respuesta que ya no quieres saberla. Como si contratases a un detective para espiar a tu pareja y que al final te extiende un sobre. Ese, sí que debe ser un trago amargo, coctel amarillo de curiosidad y miedo.
Nunca se le borró la sonrisa. Aunque, a veces se le veía gastada. Lo digo por las fotos... Espera.
Mira, justo ahora me acaba de escribir...
Deja ver que me cuenta...
...
Mejor...
Mejor hablamos más tarde.